La idea inicial para Cronofobia nació hace alrededor de 10 años, durante una experiencia personal de mystery shopping. El oficio de “cliente misterioso”, con sus pequeños rituales, su deambular permanente y el estudio de “libretos” propios con los que intenta encarnar diferentes tipos de clientes, me fascinó desde un comienzo y fue el punto de partida para desarrollar una historia interesante sobre la pérdida de identidad.
A esto se sumó mi deseo de explorar los sentimientos personales y contradictorios que, en mi opinión, son comunes a muchas personas de mi generación. Por un lado, la búsqueda del cambio continuo, la movilidad, el frenesí de una vida marcada por el eterno presente. Por otro lado, la nostalgia de todo lo que hemos dejado atrás, de un lugar en el que podamos detenernos para establecer un vínculo duradero con personas verdaderamente importantes para nosotros.
Los protagonistas de la película son, para mí, la encarnación de estos dos sentimientos contradictorios. Por una parte Suter, una especie de asceta urbano, un hombre en constante movimiento, que cambia continuamente su aspecto, que no tiene prácticamente nada, ni siquiera un auténtico hogar; un hombre que solo busca una forma de olvidar para huir de sí mismo y de su sentimiento de culpabilidad. Y por otro lado, Anna, una mujer que se niega a aceptar la realidad y que vive como petrificada en el pasado, aferrándose casi con desesperación a un lugar, a recuerdos inmóviles, a objetos que, en su mente, evocan una intimidad y una cotidianidad que ya no le pertenecen.
Cronofobia es la historia del encuentro de dos personas que viven en una soledad auto impuesta y fuera del tiempo. La historia de dos “prisioneros”, que, a pesar de todo, encuentran un modo de comunicarse y de establecer una relación distante y al mismo tiempo íntima.
He intentado reflejar estas oposiciones también a nivel visual. El mundo de Suter está hecho de centros comerciales, habitaciones de hotel, oficinas y estaciones de servicio: ambientes asépticos, como el interior de su vehículo, grandes y pequeñas “jaulas” que, con su iluminación indirecta, sus fuertes perspectivas geométricas y su amueblamiento estándar, llegan a transmitir el encanto de lo impersonal.
En cambio, el mundo de Anna, su hogar, es el reino de la sombra, de los contrastes fuertes y los colores más claros: un extraño teatro privado inmerso en una atmósfera casi metafísica, en la cual hasta los más pequeños gestos se amplifican en el sonido del silencio. Un lugar en el que Suter, después de la enésima transformación, parece encontrar una calidez tan envolvente como la que describe el poema citado en la película, un paraíso en el que uno querría quedarse a vivir para siempre.
Pero es solo ficción, un mecanismo de supervivencia. Porque a veces debemos mentirnos a nosotros mismos para hacer más soportable la vida.