“La incapacidad de encontrar una manera de emanciparse de una relación fundamental, pero perjudicial, genera aberraciones psicológicas”
Ganadora de los premios a mejor actriz y guion en la sección Orizzonti de la última Bienal de Venecia, ‘El Paraíso’, de Enrico Maria Artale, describe las complejas relaciones maternofiliales de los protagonistas en un contexto de marginalidad social y criminalidad. En esta producción italiana conocemos a Julio César, un narcotraficante de poca monta que vive con su madre, una colombiana de fuerte carácter, en una humilde casa junto a un río. Su convivencia, ya de por sí opresiva, se ve sacudida cuando una joven entra en sus vidas para ejercer de mula de cocaína. El tema de fondo de ‘El Paraíso’ es la incapacidad para emanciparse de relaciones personales que son fundamentales en nuestra vida, pero que al mismo tiempo resultan sumamente perjudiciales.
“La génesis de ‘El Paraíso’ forma parte de un viaje biográfico y artístico que arrancó hace varios años, durante el largo proceso de edición de mi documental ‘Saro’, una película en primera persona sobre el primer y único encuentro que tuve con mi padre a la edad de 25 años. Mi objetivo tanto creativa como terapéuticamente, era conseguir conocer a un padre ausente, pero durante el proceso de reelaboración de los hechos, me di cuenta de que estaba profundizando en la comprensión de mi relación con mi madre como nunca antes. Este descubrimiento generó un sentimiento de aceptación y en consecuencia, un amor renovado tan fuerte, que su impulso afectó a la película que había empezado a escribir mientras tanto, convirtiéndose en su núcleo.
La idea original en la que había estado trabajando deriva de una conversación con Edoardo Pesce. Edoardo y yo nos conocimos en mi ópera prima y forjamos una amistad fraternal. Decidimos desarrollar juntos ‘El Paraíso’, pero me sentía muy desconectado de la historia y después de un debut que había sido fruto de un encargo, necesitaba encontrar algo muy personal. Así que la compleja relación entre Julio y su madre, que era algo leve al principio, empezó a dominar la trama. Estaba interesado en explorar la dinámica entre una madre y su hijo, una relación llena de sentimiento, simbiótica, estimulante, pero también opresiva y totalizante. La imposibilidad de la separación, la incapacidad de encontrar una forma de emanciparse de una relación fundamental, pero en última instancia, perjudicial, genera aberraciones psicológicas: este es el tema que recorre toda la película.
No obstante, lo que más me interesaba era crear un diálogo constante entre el interior y el exterior, poniendo el foco en los cuerpos de los personajes como recipientes de estos intercambios.
Un tipo de cine concentrado en el cuerpo más que en los rostros: manteniendo una proximidad radical con el personaje sin reducirlo a primeros planos, manteniendo los planos abiertos para no perder la fisicalidad y plasticidad del actor, permitiendo a los actores libertad de movimiento y buscando siempre la manera de adaptar el lenguaje de la película en consecuencia. En ese sentido, la opción, sugerida por Edoardo, de tomar completamente control de la cámara, de ponerse en el papel del cámara y vivir las escenas desde dentro, en contacto con los estados de ánimo de los personajes para captar verdaderamente la situación, fue fundamental.
Para conseguirlo, le pregunté a mi escenógrafo que diseñara y renovara una casa preexistente como si estuviéramos en un estudio, para permitirnos todos los movimientos que había imaginado. Por encima de todo, nuestra aspiración era establecer un cortocircuito, entre naturalismo y artificio, en torno al cual quería definir el estilo de la película. Por un lado, buscaba una credibilidad emocional absoluta, arraigada en la realidad: quería rodar en orden cronológico, concentrar el rodaje en una zona restringida en la desembocadura del Tíber que podría convertirse en nuestro mundo, involucrando a la población local. Por otro lado, traté de llevar este mismo mundo más allá del realismo, a través del vestuario, el mobiliario, la fotografía e incluso la música, para una referencia constante a un «otro lugar» que, sin embargo, -he aquí el cortocircuito- sería siempre diegético y estaría presente en el set en el momento del rodaje, habiendo imaginado de antemano la banda sonora de cada secuencia.
Así, la oscuridad interior que está impregnada de la historia permanece en constante diálogo con un escenario en marcado contraste: un rincón imaginario y colorido de América del Sur. La casa en el río, el barquito guardado en el jardín, la música latinoamericana, los brillantes vestidos de salsa, la sensualidad de los cuerpos en movimiento. Todo encaja en la descripción de un mundo emocionalmente rico, animado por esa vivacidad dolorosa a la que está profundamente apegada la cultura colombiana y que he conocido un poco a través de amistades, relaciones, largos viajes y a través de las obras de Gabriel García Márquez.
Esta identidad compuesta de una actitud lúgubre romana y de la vitalidad caleña fue, precisamente, la que animó la búsqueda de los actores, tanto en términos de sus movimientos como de encontrar un lenguaje común. Ninguno de los cuatro actores principales hablaba el otro idioma (italiano o español, según el caso), y cada uno tuvo que encontrar su propia forma de expresión, su propio grado de hibridación y pastiche para que yo pudiera jugar con sus malentendidos y reiteraciones sin perder fluidez. Fue un trabajo especialmente desafiante para Margarita Rosa de Francisco, que tuvo que actuar principalmente en italiano, o más bien en dialecto romano, sin tener ningún conocimiento previo del idioma. Margarita fue un hallazgo maravilloso, uno de los muchos que esta película ha provocado al entrelazar indisolublemente cine y vida: lo mejor que le puede pasar a un cineasta”.